(paréntesis tres)

Pau dice que le estoy entreteniedo en esta tarea que es el morir, pero yo no entiendo nada. Pau ha vuelto. Ha vuelto con el calor y los ojos rojos. Y sus ojos un día fueron azules, azules, azules. Aunque hubo un tiempo en que fueron más bien verdes, pero ésa es otra historia. Los ojos rojos de Pau se pierden en las notas desacompasadas de los coches de una ciudad cuyo nombre se desprende poco a poco de los carteles, de los mapas, de los planes, al mismo tiempo que nosotros mismos vamos huyendo progresivamente de los carteles, de los mapas, de los planes. Ya no nos queda nada para llegar, dice. Pero yo creo que ni siquiera él sabe adónde nos dirigimos, y sé que jamás lo admitiría. Las luces que se inventan los soldados dibujan puertas. Entre los cerrojos oxidados y las puertas entreabiertas se adivinan siluetas; algunas de ellas se declaran el amor y otras optan por la guerra (hacer recuento nos llevaría a la autodestrucción). Hace tiempo que dejamos de pensar que recurrir a los temas de conversación de ascensor era mejor que permitir que el silencio nos aplastara. Pau y yo somos así, saltamos de un octavo piso, nunca desde un trampolín. ¿Tienes frío?, me pregunta. Niego con la cabeza. Los gatos arañan. La gata de la abuela, no. La gata de la abuela utilizaba las cortinas como manta, jamás les pudo ver mayor utilidad. Creo que con el tiempo se acostumbró tanto a aquello que no llegó a comprender que en verano, para ella, no eran necesarias aquellas cortinas. Algo así me sucedió a mí con las sábanas que me regaló papá cuando regresó de la ciudad de los rascacielos. Me explicó que allí había edificios tan increíblemente altos que si alguien subía al último piso, extendía sus brazos y podía coger tantas estrellas como quisiera sin demasiada dificultad. Por eso las sábanas están llenas de estrellas, dijo, las cogí para ti. Yo imité a la gata. No sé muy bien por qué, pero aquellas sábanas debían acompañarme en todas las estaciones, en cualquier lugar y fuera cual fuera la temperatura. Cuando Pau decidió que los relojes debían dejar de tejer, las estrellas estaban allí. Y supongo que cuando Pau o Dios o el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América decidan que los relojes deben seguir tejiendo, las estrellas estarán allí. No importa el calor, no importa cuántos pisos deba subir para cazar más estrellas, no importa a cuántas ciudades deba acudir en busca de un cielo no contaminado... Yo sé que ellas estarán allí. Por eso tampoco importa que Pau haya regresado con el calor y con los ojos rojos, porque Pau ha vuelto.