Creo que nunca le he dicho a nadie que me encanta el color blanco. Y creo que ni siquiera me había confesado a mí misma que no sé por qué. Podríamos hacer que se callen los fuegos artificiales y leer los periódicos, que dicen que estamos en septiembre. El verano ha empezado.
Desde que te fuiste a por tabaco no he vuelto a saber nada de ti. Hay quien dice que en realidad no eras más que un agente de la CIA que quería sonsacarme información sobre la fabricación de armas de destrucción masiva en el ventrículo izquierdo de mi corazón, otros aseguran que eras un puro sueño de noche de enero en la que no se hace más que echar de menos una buena manta, y también están, cómo olvidarlos, los que se muestran convencidos de que en realidad eras uno de esos mensajes que se autodestruían del inspector Gadget. Pero yo sé que sigues ahí. Sí, eso creo. Creo que en realidad fuiste a por gasolina para nuestro incendio. Y justo apareció un océano en medio, porque cuando yo te echo de menos parpadeo en exceso, y tú te ahogaste. Bueno, no te ahogaste: todavía hoy sigues ahogándote. Y creo que esperas que vaya a buscarte con uno de esos carteles que la gente lleva a la sección de llegadas de los aeropuertos, uno con tu nombre. Sí, tu nombre escrito con letras grandes y ligeramente redondas. Pero no lo haré porque ya no recuerdo tu nombre. Ya, ya lo sé. Sé que podría inventarte uno, uno nuevo, a juego con tus jerseys veraniegos y con tus pies de payaso. Vladimir, por ejemplo. Aunque Vladimir sabe un poco a limón y a poeta. Pero, en fin, de todas formas, el problema es que yo ya no sé si me atrevo a fingir que existes.