(paréntesis siete)
no recuerdo cuándo eché a la cesta de la ropa sucia las sábanas que huelen a ti, pero sé que fue la semana pasada cuando las metí en la lavadora. lo recuerdo perfectamente porque antes de matarte definitivamente tuve que sentarme en la silla de plástico verde, cerrar mis ojos ya vidriosos, llenar los pulmones de aire y hundir mi cabeza en el olor de tu champú, de tu sudor, de tus cigarrillos, de tus pinturas. intenté evitar parecer una viuda que guarda en cajas de cartón las cosas de su marido, el que se fue a la guerra y ay cinco diez viente años después de que ésta acabara, todavía no ha vuelto. lo intenté, sí, pero el hijo pequeño del vecino de al lado estaba empeñado en tocar el xilófono, y tú bien sabes que los xilófonos siempre lo han hecho todo más difícil, así que rompí a llorar. como una cascada, como la tía amelia cuando leía sus comedias de enredo y toda la familia la tomaba por loca, como las novias y las madres de las novias el día de la boda, como las nubes grisáceas, como papá cuando pelaba cebollas. lloré hasta que (ya no) pude. y, después de pensar en los paisajes que las acuarelas dibujaban en los cuellos de tus camisas, en tu forma de pronunciar todas las haches y en tu descripción de los árboles caducifolios, me sentí relativamente preparada para deshacerme de ti. puse las sábanas en la lavadora y añadí un nuevo suavizante, uno que había comprado por internet a una china que me aseguraba que mi ropa iba a oler a océano. apreté el botón que encendía aquella lavadora vieja como si estuviera mandando una nave espacial al mismísimo espacio. no sé qué día de la semana es hoy, no sé cuánto tiempo llevaban las sábanas esperando ser recogidas de la cuerda. pero ahora están sobre el sofá, dobladas. me estaban mirando hace unos cinco minutos. me miraban con ojos inquisidores, pidiéndome una explicación. pero ya no me miran, ahora sólo estamos el silencio y yo. y tengo frío. mucho frío. y creo que no tengo sábanas limpias.